Ingeniería misionera
En 1524, poco después de la conquista mexicana, llegaron los primeros misioneros franciscanos. Su principal rasgo en el nuevo mundo fue su integración en la cultura indígena para conseguir la conversión voluntaria. Para ello aprendían el idioma de la zona asignada y formaban comunidades donde el progreso y bienestar eran tan importantes como el rédito económico de los encomenderos, que normalmente tenían otras ideas. El padre Francisco de Tembleque fue uno más. Llegado en torno a 1540 a Ciudad de México, apenas se conoce de su vida más allá de su origen, la localidad toledana homónima. Tembleque fue destinado a Otumba, donde la escasez de agua era una constante queja entre los indígenas. Fue el punto de partida para una empresa extraordinariamente ambiciosa en su contexto, tender un acueducto de 48 kilómetros desde la zona de Zacuala. Hubo que salvar desniveles como el río Papalote. Con una inusitada habilidad, aquí se encuentra el arco más alto de un piso de todos los acueductos existentes.
Otumba había sido años antes testigo de una decisiva victoria militar de Hernán Cortés frente a los aztecas tras ser obligado a abandonar Tenochtitlán, cincuenta kilómetros al suroeste. Esta plaza fuerte azteca cayó por la inexperiencia frente a las tropas españolas de caballería. Quizá por ello, Otumba fue uno de los lugares predilectos de Cortés, que entregó la zona a su hijo, aunque luego la Corona se la adjudicó. En los años 30 de aquel siglo XVI llegaron los franciscanos y levantaron el monasterio de Purísima Concepción. Sin embargo, la sed, que se intentó paliar parcialmente trayendo agua de la zona de Tepeapulco, llevaron al acuerdo firmado en 1553 de la cesión de aguas desde los arroyos nacidos en el volcán El Tecajete. Aunque el padre Tembleque fue el impulsor, la firma implicó al Comisario General de la colonia de Nueva España y al ministro provincial franciscano. En paralelo, el franciscano Bernardino de Sahagún estaba recopilando los conocimientos indígenas que serían clave en la construcción.
Las principales implicaciones del trabajo de Bernardino fueron la implementación en una obra tan ambiciosa del sistema de trabajo local tequio y la técnica constructiva al instalar una base de adobe antes de la sección de piedra. Esto permitió elevar los afloramientos del acueducto pese a no utilizar andamios. No obstante, la obra no fue rápida y se necesitaron 17 años para completar las dos ramas del acueducto: los seis kilómetros hasta Zempoala y los 39 hasta Otumba, a los que se sumaron los tres compartidos antes de divertir el agua. Desde la finalización, las zonas beneficiadas se ocuparon de mantener el acueducto. Este cubrió inicialmente las necesidades, pero con la agricultura intensiva del siglo XVIII se iniciaron unos conflictos que tras la independencia mexicana llevaron al abandono de secciones. Cuando se quiso recuperar la obra se hizo desde el punto de vista patrimonial, pues ya no ha vuelto a estar operativo pese a las restauraciones parciales.
Como en todo sistema hidráulico, una gran parte del acueducto del Padre Tembleque es un canal oculto bajo tierra que se aprovecha de la fuerza de la gravedad para avanzar, en este caso hasta las distintas cisternas comunales situadas en las localidades o monasterios franciscanos. Lo más visible son las seis ocasiones en las que el acueducto aflora para saltar desniveles en la más pura tradición de ingeniería romana que conocían los colonos. La rama de Zempoala tiene una sección en la Hacienda El Tecajete con 55 arcadas, mientras que las otras cinco están camino de Otumba. Tres de ellas son simples arcos, los catorce arcos que llevan agua a la Hacienda Guadalupe de Arcos, una de las muchas beneficiadas, y la sección más conocida sobre el río Papalote y barranco Tepeyahualco. Aquí, 68 arcos de piedra con mortero de cal y arena cubren un recorrido de 900 metros alcanzando casi cuarenta metros de altura en el único arco doble. Un último detalle indígena están en las piedras, con marcas de símbolos que representan la cosmogonía indígena.
Otumba es hoy un pequeño pueblo de unos 10.000 habitantes a solo sesenta kilómetros de Ciudad de México, por lo que su visita en excursión de un día es factible. Está muy cerca de la ciudad prehispánica de Teotihuacán, así que se pueden combinar ambos destinos si llevamos coche. En el pueblo merece la pena visitar el templo franciscano de la Purísima Concepción antes de acercarse a la parte más visual en Papalote. Aquí la visita es corta, pues no hay mucho más que hacer que admirar la obra a no ser que queramos recorrer los 900 metros. Si queremos algo más profundo podemos contratar una excursión con guía. Por debajo transita el tren entre Ciudad de México y Veracruz, así que si hacemos este recorrido también veremos el acueducto.
Fotos: Jay Galvin / Beatriz Paola Serrano Flores
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