El embrujo de Leonardo
En los últimos años se ha creado en torno a Leonardo de Vinci un auténtico fenómeno fan que ha terminado corrompiendo la imagen del polímata por excelencia del Renacimiento. Podemos considerar a Leonardo, principalmente, un símbolo de la creciente curiosidad que nació en la sociedad occidental previa a la Ilustración. Tocó tantos temas en su vida, que en ocasiones la ocupación en la que se formó, artista, se obvia. Pese a ser considerado un grande de su época, para añadir al recurrente misterio que le envuelve apenas se conservan obras suyas. Una de las primeras está vinculada a un hombre clave en su vida, Ludovico Sforza, duque de Milán. Tras pasar por el taller de Verrocchio, Leonardo ofreció sus servicios a Ludovico asentándose 17 años en Milán. El padre de Ludovico había levantado años antes el monasterio Santa Maria delle Grazie. El hijo encargó a Leonardo decorar el que iba a ser su mausoleo, finalmente refectorio. La propuesta de Leonardo se convirtió en uno de los iconos de la pintura renacentista, La Última Cena.
La devoción cristiana de una pequeña capilla cerca de Milán fue el germen del monasterio dominico encargado por Francisco Sforza. Se finalizó en 1469 tras una disputa arquitectónica entre los que defendían la tradición gótica y los que apostaban por el retorno a los clásicos. Guiniforte Solari, arquitecto jefe de Santa Maria delle Grazie, representaba a los primeros. Seguramente se habría espantado de ver las remodelaciones de finales de siglo que, según la tradición, comandó Bramante. Representante por antonomasia de la corriente opuesta, pudo colaborar con otro renacentista, Giovanni Antonio Amadeo. En todo caso, elementos como el ábside, el pronunciado tambor de la cúpula, crucero, claustro y refectorio son de entonces. Este fue gravemente dañado durante un bombardeo aliado en la II Guerra Mundial. Afortunadamente, la pared norte se salvó del impacto directo y las protecciones que habían dispuesto los milaneses salvaron la obra más célebre de Santa Maria delle Grazie.
Finalizada en 1497, la existencia de La Última Cena no ha sido sencilla en ninguna época. Para empezar, el revestimiento de las paredes del refectorio no era el ideal para evitar las humedades. Solo unos años después de su finalización se estaba descascarillando y perdiendo color. En el siglo XVII, con la pintura prácticamente irreconocible, se atravesó la escena en su parte inferior con una puerta, perdiéndose definitivamente los pies de Jesucristo. El siglo siguiente arrancaron las primeras restauraciones, pero bajo unas prácticas alejadas del rigor actual. Nuevos daños y excesivos repintados fueron corregidos en lo posible en el siglo XX, especialmente con el proyecto liderado por Pinin Brambilla, prolongado veinte años. La imposibilidad de extraer la pintura de la pared se solventó creando un ambiente protegido para la pintura. Siendo una obra tan replicada, estudiada, imitada y objeto de tantas teorías, el trabajo de Brambilla inevitablemente conllevó sus críticas cuando se subió el telón en 1999.
Situado en la pared opuesta al fresco de la Crucifixión de Giovanni Donato da Montorfano, La Última Cena es con mucho la pintura más extensa acometida por Leonardo, con casi nueve metros de ancho y 4,5 de alto. Leonardo no quiso trabajar con pintura al fresco porque anticipó que se iba a demorar, así que utilizó una técnica ideada en el siglo XIV. El cuadro muestra esta famosa escena del Nuevo Testamento captada justo cuando Jesucristo declara que uno de ellos le va a traicionar. Agrupados en grupos de tres, los doce apóstoles varían sus gestos entre el enfado y la sorpresa. El detalle para identificar a Judas Iscariote es muy leve: su rostro se inclina sobre una sombra. En el centro, Jesucristo es el centro de la composición y el punto de fuga de las líneas de perspectiva. Además de esta perspectiva típica del Renacimiento, la pintura tiene también un pronunciado claroscuro y exquisito cuidado de los detalles, otras marcas de Leonardo.
Santa Maria delle Grazie se ha ido convirtiendo en uno de los lugares más visitados de Milán gracias a la fama de Leonardo. Es sencillo llegar desde el centro, tanto en tranvía como en metro, siendo la estación más cercana Conciliazione. El acceso a la iglesia, que merece la pena por sí sola, es gratuito. No obstante, está claro que la mayoría vienen con el foco puesto en La Última Cena. Para ver la obra de Leonardo no solo hay que pagar una entrada, sino reservar con bastante antelación. En el proceso tendremos que elegir una hora concreta, eligiendo si queremos las que cuentan con visita guiada. En caso de que necesitemos improvisar algo más, existe la posibilidad de comprar entradas a intermediarios, aunque el coste lógicamente subirá, o intentarlo en la taquilla a primera hora de cada día. A cambio de estas complicaciones podremos disfrutar de la obra en condiciones mucho mejores que otras obras de Leonardo.
Fotos: Wikimedia / Ștefan Jurcă
Comentarios recientes