Mirando a Inglaterra
Resulta paradójico que la raíz del nombre de Portugal provenga de la capital de un antiguo condado encabezado por Oporto, una de las ciudades que más ha mirado fuera de sus fronteras. Lo ha hecho siempre hacia el mar, el que le da sentido a una ciudad concebida en el estuario del segundo río del país: el Duero. La segunda ciudad de Portugal ha tenido siempre en el Reino Unido una referencia tan relevante como la de Lisboa. En el contexto de una alianza de siglos entre Reino Unido y Portugal, el idilio particular con Oporto tuvo un impulso definitivo tras el acuerdo de Methuen a comienzos del siglo XVIII. Este acuerdo militar incluyó unas condiciones idóneas para la exportación del vino de Oporto a Inglaterra. Esto no se olvidó cuando Napoleón intentó conquistar la ciudad y fue repelido por un ejército anglo-portugués. Oporto ha acumulado siglos de historia en torno a su vino, su río y su arte.
Su historia comienza en el siglo VIII a.C. con varias tribus de origen celta que ocuparon el estuario del Duero. Estas tribus fueron dominadas por los romanos, que llamaron a la ciudad Portus Cale, momento en el cual la zona despunta como puerto comercial entre Lisboa y Braga. Los suevos asolaron la zona antes de que los visigodos procuraran una época de prosperidad puntual previa a la dominación musulmana. Esta se prolongó solo hasta el 868. La fama del puerto de la ciudad creció durante el Medievo y terminó por darle todo el significado a Oporto, más aún al ser cuna de navegantes y descubridores. La carne fue un producto de exportación habitual y de ahí deriva el nombre de los habitantes, tripeiros, pues las tripas era lo único que se quedaba en la ciudad. La carne fue sustituida por el vino, inicio del prolongado dominio del capital británico. Portugal trató de defenderse creando monopolios frente al sentir popular, pero las bodegas siguieron creciendo.
Todo esto ha ido dibujando el complicado esquema de la ciudad. Oporto se extiende en la orilla norte del Duero, siendo las laderas de esta orilla su núcleo original. Aquí, desde el Cais da Ribeira, con sus bonitas casas restauradas, hasta la zona alta tendremos cuestas, escaleras y elevadores. La arquitectura mezcla edificios románicos, góticos, barrocos, neoclásicos y modernos que han ido sumándose sin ninguna época predominante. En el siglo XIV empezaron las primeras expansiones con la nueva muralla fernandina, de la que queda algún tramo. Este centro medieval tiene un aire decadente que contrasta con la zona que rodea a la plaza Liberdade y la bonita estación de Sao Bento, nuevo centro de la ciudad en el siglo XIX. También en ese siglo, la ciudad de los seis puentes empezó a comunicarse con la orilla sur del río. El más conocido de todos es el de Dom Luis I, que se eleva 45 metros por encima del Duero. Fue construido en hierro forjado por Téophile Seyrig, discípulo de Eiffel al que había ayudado en otro puente a las afueras.
La Catedral es el edificio más antiguo y uno de los templos románicos más importantes del país. Fue completada en el siglo XIII y su aspecto es casi el de una fortaleza por sus recias torres con cúpula y la austeridad de su fachada, que no obstante tiene añadidos barrocos. Esta época, el opulento siglo XVIII, fue una de las más intensas. De entonces es uno de los símbolos de la ciudad, la torre de los Clérigos, que con sus 76 metros es protagonista del skyline de Oporto. El barroco portugués tiene dos características: las tallas doradas y los azulejos en las fachadas. Para ver el primero tenemos el interior la iglesia de Santa Clara, pleno barroco joanino. Para lo segundo podemos acercarnos a San Ildefonso. Como edificio secular se puede destacar el decoradísimo edificio neoclásico de la Bolsa, del siglo XIX.
Los tripeiros, millón y medio, se consideran a sí mismos los grandes trabajadores del país por la industria que llegó a la zona hace tiempo. La llegada de compañías low cost al aeropuerto está alimentando el turismo y renovando la ciudad. En nuestro paseo hay que visitar la preciosa librería Lello. Si queremos conocer el vino de Oporto hay que cruzar a Vila Nova de Gaia, en cuya orilla se agolpan las bodegas entre barcos ravelos, los que desde hace siglos transportan el vino procedente del interior del país. Podemos cruzar por uno de los seis puentes, los que pasaremos por debajo en uno de los habituales cruceros turísticos. Al noroeste de la ciudad, ya en la playa, está la zona de Matosinhos, cada vez más de moda. Ahí se encuentran los restaurantes más modernos. Para platos tradicionales, como las tripas o el sandwich francesinha, bastará con quedarnos en el centro.
Fotos: Diego Delso / Harshil Shah
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