Olvidada más que perdida
La fama de Machu Picchu como icono de la civilización inca no se puede entender desde su excelencia arquitectónica ni su relevancia histórica. Es algo distinto, algo que todo visitante experimenta al llegar al lugar. Parte se explica por su localización en las selvas yungas, en la cara oriental de los Andes, a 2.500 metros de altura, 450 por encima del río Vilcanota-Urubamba. La otra es más intangible y se resume en una simple pregunta: ¿por qué? Este es el misterio que arqueólogos e historiadores, con la inevitable aportación de teóricos más heterodoxos, han intentado resolver desde que en 1911 Hiram Bingham llevara a Machu Picchu al estrellato mediático. Estos más de cien años han visto cómo las teorías que explican la construcción de la ciudad se suceden y depuran, aunque el consenso no se ha llegado a alcanzar. Sí se puede descartar el apelativo de ciudad perdida. Machu Picchu no fue nunca totalmente abandonada por los indígenas, pero su remota localización la hizo pasar al olvido entre los colonos.
El territorio de las yungas, transición entre los nevados de los Andes y la jungla del Amazonas, fue conquistado por el inca Pachacútec hacia 1440. Él fue el que poco después mandó construir la ciudad. Dos teorías no incompatibles llevan la delantera: Machu Picchu era una ciudad sagrada y era un retiro para los dirigentes incas: una ciudad de veraneo. No fue una ciudad secreta ni una ciudad de mujeres, teoría basada en interpretaciones erróneas del tamaño de los cuerpos analizados. La muerte de Pachacútec redujo la importancia del lugar, pero no fue totalmente abandonado ni tras la conquista española de Cuzco. Sí parece que muchos agricultores regresaron a sus ciudades de origen y que los nobles acompañaron al rebelde Manco Inca a Vilcabamba, por lo que la mayor parte se sumió en la vegetación selvática. La parte agrícola mantuvo actividad y los españoles, si bien no se sabe si llegaron aquí, al menos tuvieron conocimiento de Machu Picchu, pues cobraron tributos de la ciudad.
El primero que seguro llegó a la zona fue el naturalista italiano Antonio Raimondi, que pasó por el Urubamba sin advertir la ciudad por culpa de la vegetación. Se necesitaba conocimiento local y crónicas del pasado para localizarla. El explorador Charles Wiener fue el que más se acercó cuando varios indígenas le hablaron de Machu Picchu en Ollantaytambo, pero fue incapaz de localizar las ruinas. Sí lo consiguió un cusqueño adinerado, Agustín Lizárraga, que llegó aquí en 1902. Sin embargo, el crédito corresponde a Bingham, que leyó a Wiener y oyó hablar de las aventuras de Lizárraga. Bingham ascendió los 450 metros en el punto exacto y se encontró allí a un grupo de campesinos labrando tranquilamente las terrazas incas al lado de las ruinas. A Bingham le debemos ante todo el inicio de la investigación del sitio arqueológico, que incluyó el traslado de multitud de artefactos a la universidad de Yale. En 1948 se construyó una carretera para llegar a las ruinas y los visitantes aumentaron, fomentando el aura misteriosa contra el que ha tenido que luchar el rigor científico.
La ciudad está enclavada entre el Machu Picchu y el Huayna Picchu; es decir: las montañas vieja y joven. Entre ambas se acumulan 172 edificios de granito sin argamasa, al estilo inca, que se despeñan por la ladera. La primera división clara se sitúa entre la zona agrícola y la urbana, separadas por foso, muralla y escalinata. Dentro de la zona urbana tenemos la zona alta o sagrada y la baja o residencial. Ambas están cruzadas perpendicularmente por un canal de agua que junto al drenaje de la ciudad muestra la habilidad hidrológica de los incas. En la zona alta están los principales edificios: templo del sol, residencia real, templo de las tres ventanas y el intihuatana, reloj astronómico que los incas usaban para amarrar el sol. En la zona baja destaca el grupo cóndor, con una gran piedra tallada que parece representar este ave andina.
Machu Picchu está a 130 kilómetros de Cuzco; básicamente hay dos formas de llegar: andando o en tren. Para la primera, el más famoso es el Camino Inca, que lleva tres días y exige reserva. Si nos hemos quedado sin plaza hay alternativas como el camino Salkantay. El costoso tren parte de Ollantaytambo y atraviesa el valle del Urubamba en un viaje ya de por sí escénico. Nos deja en Aguas Calientes, la localidad que da servicio a las ruinas. Desde ahí podemos optar por subir andando o utilizar un bus que asciende la carretera Hiram Bingham. Es muy recomendable hacer noche en Aguas Calientes y entrar a primera hora. Conseguiremos ver las ruinas sin mucha gente y disfrutar de la famosa neblina que se forma a esas horas. Se puede subir al Huayna Picchu, aunque también hay cupo diario. Arriba de este hay ruinas, aunque lo que merece la pena es la vista. Otra vista destacable es desde la Puerta del Sol o Inti Punku, remontando el Camino Inca apenas unos cientos de metros. Hay que evitar ir a Machu Picchu de noviembre a marzo, cuando las lluvias pueden arruinar el viaje.
Fotos: Thibault Houspic / Canopic
Esta entrada fue previamente publicada en colaboración con la web QueAprendemosHoy.
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